En las encantadoras praderas donde las risas se desplegaban como flores silvestres, aguardaba un espectáculo caprichoso: la presencia de bebés adornados con alas de mariposa. Estos no eran apéndices delicados y de gasa; en cambio, estallaron con tonos vibrantes que resonaban con el ritmo de corazones alegres. Cada par de alas era un lienzo único, un reflejo de las almas florecientes que acunaban. Uno podía bailar con rayos de sol, mientras otro revoloteaba con constelaciones cosidas en un cielo nocturno aterciopelado. Más allá de meros adornos, estas alas eran susurros de magia, promesas de vuelo.
Estos bebés alados navegaban por la vida con una curiosidad desenfrenada, y sus alas eran un caleidoscopio de asombro. Persiguiendo luciérnagas a través de campos en penumbra, sus alas captaban la luz mortecina como vidrieras. Estallaron risitas mientras descendían y se elevaban, dejando tras de sí rastros de arcoíris contra el lienzo de nubes de algodón de azúcar. La sinfonía de sus risas, teñida por el susurro de la seda, se convirtió en una melodía que el viento llevaba.
Sus madres, con alas tejidas con la luz de la luna y el polvo de estrellas, observaban con el corazón rebosante de una conciencia agridulce. Sabían, a medida que cambiaban las estaciones, que esas alas eran prestadas: una belleza pasajera que algún día llevaría a sus hijos a viajes desconocidos.
Sin embargo, antes de la agridulce despedida, hubo días bañados por el sol y llenos de asombro. Los castillos se construyeron a partir de nubes y la risa sirvió como mortero que los mantuvo unidos. Se dominaba el lenguaje de los pájaros, pequeñas voces que imitaban trinos y silbidos. Se saboreó el rocío en los dientes de león y en las alas brillaron las gotas que guardaban los secretos de la mañana.
A medida que los bebés alados maduraron, sus alas evolucionaron con ellos. A algunos, impulsados por la pasión por los viajes, les brotaron colas de polvo de estrellas para navegar en las corrientes cósmicas. Otros, atraídos por la tierra, tejieron flores silvestres y musgo en sus plumas, convirtiéndose en parte del bosque susurrante. Su risa, ahora más matizada, conservaba los ecos de los besos de dientes de león y las persecuciones de luciérnagas.
El día de la despedida llegó con un susurro en el viento. Las madres, con lágrimas que parecían rocío de la mañana, ayudaban a sus hijos a desplegar sus alas: toques imbuidos de orgullo y amor tácitos. Con un último saludo y un coro de risas, los bebés alados emprendieron el vuelo.
Algunos se aventuraron a tierras lejanas, dejando rastros de maravillas en el cielo. Otros se acercaron y sus risas resonaron en prados largamente recordados. Sin embargo, dondequiera que volaran, llevaban los susurros de su infancia: las praderas salpicadas de sol, las persecuciones de luciérnagas, la belleza agridulce de las alas prestadas.